Jorge Luis Borges “El Aleph”
Jorge Francisco Isidoro Luis Borges
(Buenos Aires, 24 de agosto de 1899-Ginebra, 14 de junio de 1986) fue un
escritor, poeta, ensayista y traductor argentino, extensamente considerado una
figura clave tanto para la literatura en habla hispana como para la literatura
universal. Sus dos libros más conocidos, Ficciones y El Aleph,
publicados en los años cuarenta, son recopilaciones de cuentos conectados por
temas comunes como los sueños, los laberintos, las bibliotecas, los espejos,
los autores ficticios y las mitologías europeas; sus argumentos exploran ideas
filosóficas relacionadas, por ejemplo, con la memoria, la eternidad, la
posmodernidad y la metaficción. La obra de Borges ha contribuido
ampliamente a la literatura filosófica, al género fantástico y al
posestructuralismo, e influyó profundamente en el realismo mágico de la
literatura latinoamericana durante el siglo XX.
El Aleph es uno de los libros de
cuentos más representativos del escritor argentino Jorge Luis Borges.
Publicado en 1949, fue reeditado por el autor en 1974. Sus textos remiten a una
infinidad de fuentes y bibliografías en torno a las cuales se articulan mitos y
metáforas de la tradición literaria universal. Esta obra marca un punto de
inflexión respecto al estilo que destilaba su colección anterior de cuentos, Ficciones;
aun manteniendo su estilo sobrio y perfeccionista, el escritor aborda aquí otra
serie de eventos u objetos inverosímiles enmarcados en un ambiente realista, lo
que contribuye a resaltar su carácter fantástico. Así como los cuentos de Ficciones
describen mundos imposibles, los de El Aleph revelan grietas en la
lógica de la realidad; muestran una irrealidad secreta y oculta que, aunque es
más visible en cuentos como "El Zahir", "La escritura del
dios" o "El Aleph", también está presente, aunque de una
forma más sutil en otros aparentemente más realistas como "Emma
Zunz" o "El muerto".
El Aleph” es la historia de un doble
duelo del personaje Borges: duelo dolido por Beatriz Viterbo (la
amada muerta) y duelo de masculinidad con Carlos Argentino Daneri
por Beatriz Viterbo; es una sátira sobre la literatura y la vida
literaria; es un cuento fantástico en el cual, como en casi todos los cuentos,
deja a la imaginación del lector muchos caminos, además de estar escrito en un
perfecto; si es que eso existe español.
En suma, el Aleph no se agota en ser una pequeña
mirilla por la que “Borges” espía los infinitos universos; funciona,
además, como un portal a la cuarta dimensión donde “Borges” es capaz de
ver y sentir la temporalidad de todo su universo físico en un mismo tiempo.
El Aleph es poder tener
comunicación después de la muerte, tal vez Silvio Rodríguez lo captura
en su Unicornio Azul. Es por lo tanto el concepto de esfera, es decir el
mundo es esférico, pero el centro esta en todas partes, por eso todos tenemos
un Aleph, el universo tiene un Aleph un centro para mi el
Aleph se llama Pedro Malo.
Aleph significa literalmente buey,
guía o jefe. En este concepto Aleph es el buey un animal castrado, es a
su vez un guía lucido un SENSEI, el jefe que nos dice por dónde y para
que, Además de referirse a los docentes por profesión, SENSEI es un
título honorífico que también se aplica a cualquier persona que enseñe algo y a
los especialistas en algún campo. Como tal, se denomina para identificar a la
persona que nació antes, y es por ello por lo que posee conocimientos y
experiencias en su área profesional, término otorgado por sus propios
estudiantes por el respeto y la admiración que le tienen a sus conocimientos. Borges
utiliza el concepto para presentarse como un maestro que posee
conocimientos y experiencia en muchos campos, pero que es capaz de escribirlo
en una forma simple y compleja. Borges es por lo tanto un SENSEI de
la literatura, como arte universal de la comunicación.
El 23 de octubre de 1957, El Aleph fue galardonado
con el primer premio en la categoría Obras de Imaginación en Prosa, en el marco
de los Premios Nacionales de la Secretaría de Cultura de la Nación en Argentina.
Jorge Luis Borges fue
considerado el más destacado emergente que surgió de un grupo de escritores que
fue conocido como el Grupo Florida denominado así porque la revista en la que
publicaban se ubicaba en las cercanías de dicha calle de Buenos Aires, y se
reunían en la Confitería Richmond, que incluyó escritores como Victoria
Ocampo, Leopoldo Marechal, Oliverio Girondo entre otros muy destacados
escritores argentinos, en contraposición dialéctico literaria con el recordado
Grupo Boedo, que publicaba en la Editorial Claridad y se reunía en el Café El
Japonés, de raigambre mucho más humilde, con integrantes como Roberto Arlt,
entre otros.
Las dos muertes de los que están o no vivos. Relatos mágicos:
La obra está compuesta por diecisiete cuentos: El inmortal, relato en primera
persona que narra la búsqueda de la inmortalidad, ambientado en el mundo
clásico. En el relato de “El
Aleph”, Borges nos plantea una crítica al concepto de ser, y la lleva a
cabo tratando de ironizar la imagen del Aleph, que a este punto de la
cuestión podemos entenderlo como ser fundamento, por lo tanto, como realidad
total y estática.
En el relato “El Aleph” de Jorge Luis Borges, se
propone una lectura del signo que identifica la primera letra del alfabeto
hebreo (Aleph) desde la metafísica, pues desde la concepción cabalística
este signo se plantea como una realidad que lo contiene todo y desde la
concepción clásica como los atributos del ser: principio y fundamento.
En este artículo se analizará el relato de Borges
como una crítica a esta idea de ser, que es visto como realidad fundante, única
e inmóvil. Se rastreará esa mirada irónica que el escritor argentino plantea
como la no necesidad de conocer una realidad de tal magnitud.
El Aleph es una recopilación de
cuentos, cuyo último cuento lleva el nombre de la primera letra del alfabeto
hebreo, que a nuestro entender no aparece en dicho lugar por una confusión o
una simple casualidad, se ve una intencionalidad porque el hebreo es una lengua
cuya escritura se lee de derecha a izquierda; de esta manera el cuento que lo
inaugura no sería el primero (“Los Inmortales”) sino el último (“El Aleph”).
Vemos entonces en la ubicación del cuento un pretexto para hablarnos de
principio y fundamento, a través de la figura del Aleph, cosa que
estudiamos a partir de una reconstrucción del Pensamiento Humanista.
“El Aleph”, una crítica a los
principios de la tradición por medio de su valor lingüístico y las
repercusiones que éste puede tener para la visión de la metafísica, desde la
perspectiva del cuento borgeano.
Para adentrarnos en el universo de “El Aleph” de Borges
es necesario conocer lo que significa esta letra desde su propia lengua, ya que
un acercamiento a la concepción cabalística de la letra Aleph,
funcionaría como factor, iluminador a la comprensión propia del cuento, pues,
consideramos que el título no está puesto por azar sino con la intención de
hacer referencia a un principio que lo contiene todo.
Desde el principio comienza la magia con las bravatas de Carlos
transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos,
para defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía que matarme.
Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la
operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Relato
de la muerte de Beatriz Viterbo personaje
principal del Aleph
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo
murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo
ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían
renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues
comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese
cambio era el primero de una serie infinita. rebelión y paradigma borgiano
de la vida, de la muerte, la esfera de la existencia, sin un principio ni un
final, simplemente un círculo, dónde se inicia lo que termina y vuelve al
infinito del principio y del final. Si pensamos más allá de la realidad, ceca
de la metafísica, encontraremos nuestro Aleph que no será el mejor, pero
es el nuestro, el que nos identifica, el que estuvo desde el principio hasta el
final, pero ¿que es el principio? y ¿cuál es el final?, en el Aleph
encontramos parte de la respuesta, la otra es íntima y esta dentro de nosotros.
Cambiará el universo, pero yo no, pensé con melancólica
vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta yo
podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación.
Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa de
la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su
primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo
aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las
circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo, de perfil, en
colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión
de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri;
Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz,
en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con
el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres
cuartos, sonriendo, la mano en el mentón... No estaría obligado, como otras
veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas,
finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.
Beatriz Viterbo murió
en 1929; desde entonces, no dejé pasar un treinta de abril sin volver a su
casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos;
cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una
lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié,
como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con
un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en
aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí las graduales
confidencias de Carlos Argentino Daneri. Beatriz era alta,
frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron* ensoleradle)
una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es
rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo
subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario,
pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las
fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana
y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es
continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles
analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y
afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul
Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable.
"Es el Príncipe de los poetas de Francia", repetía con fatuidad.
"En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada
de tus saetas. “Él treinta de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una
botella de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó
interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre
moderno.
-Lo evoco -dijo con una animación algo inexplicable- en su
gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad,
provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de
radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de
horarios, de prontuarios, de boletines...Observó que para un hombre así
facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la
fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora, convergían sobre
el moderno Mahoma. Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y
vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le
dije que por qué no las escribía.
Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos
conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto
Prologal o simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba
hacía muchos años, sin reclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en
esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad.
Primero, abría las compuertas a la imaginación; luego,
hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; trató base de una
descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca
digresión y el gallardo apóstrofe**
-Está en el sótano del
comedor -explicó, aligerada su dicción por la angustia-. Es mío, es mío: yo lo
descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es
empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había
un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí
que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al
abrir los ojos, vi el Aleph.
-¿El Aleph? -repetí.
-Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos
desde todos los
ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía
comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el
poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el
doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
Traté de razonar.
-Pero ¿no es muy oscuro el sótano?
-La verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.
-Iré a verlo inmediatamente.
Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbo, por lo demás... Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna;
Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tiene con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luegocomprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño.
Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo. Sentí infinita veneración, infinita lástima.
Esté párrafo quizás más que ninguno ilustra la mentalidad mágica de Borges.
Quizás uno de los pensamientos mas coherentes de Borges fue cuando le preguntaron si creía en Dios
“Si por Dios se entiende una personalidad unitaria o trinitaria, una especie de hombre sobrenatural, un juez de nuestros actos y pensamientos, no creo en ese ser. En cambio, si por Dios entendemos un propósito moral o mental en el universo, creo ciertamente en él.
Para entender a Borges terminaremos con una anécdota verdadera: Jorge Luis Borges y Estela Canto se conocieron en agosto de 1944, en la casa de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Tuvieron una relación sentimental durante varios años. En febrero de 1945 Borges le escribió a Canto: „No te he agradecido aún la alegría que tu carta me dio. Esta semana concluiré el borrador de la historia que me gustaría dedicarte: la de un lugar (en la calle Brasil) donde están todos los lugares del mundo. “Dos o tres días después vino a casa una mañana, trayendo un paquete que, según dijo, contenía un objeto que mostraba ‘todos los objetos del mundo’. El objeto se llamaba el Aleph. No dijo que el Aleph era la primera letra del alfabeto hebreo. Para él era ese objeto, una puerta abierta a lo imposible. Era un caleidoscopio. Georgie estaba tan contento como un niño con el Aleph. “Poco después, Borges le llevó el manuscrito a Canto, que lo mecanografió. Borges le dedicó el cuento.
El texto original quedó en su apartamento. Muchos años después, Canto llamó a Borges para anunciarle que pensaba vender el manuscrito cuando él muriera. Canto narra que su respuesta fue: «Caramba —rio Borges—, ¡si yo fuera un perfecto caballero iría ahora mismo al cuarto de caballeros y, al cabo de unos segundos, se oiría un disparo!». El manuscrito lo vendió de todos modos, cuando él todavía vivía, en mayo de 1985 en Sotheby’s. Lo compró el Ministerio de Cultura de España, por 25,760 dólares. Tiene 19 páginas y hoy está en la Biblioteca Nacional de Madrid.
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